En cada palmo del Valle de Arlana puede leerse la historia de Castilla y todavía es posible encontrar aldeas perdidas con olor a leña de encina y riscos que sobrevuelan aves de alas enormes y hábitos carroñeros. El río Arlanza recorre un territorio de amplias vegas y gargantas impracticables, bosques de sabinas y rebaños de ovejas, torreones guerreros y reductos de silencio monacal.
Las ruinas del monasterio de San Pedro de Arlanza se hallan en una hondonada, entre curvas de la carretera, escondidas bajo las alturas de la sierra de las Mamblas. La historia de estos arcos fantasmales que hoy se sostienen en dudoso equilibrio, de los contrafuertes y ábsides descarnados entre los que se adivinan altares, tumbas reales y maitines al amanecer, arranca en el siglo X. Se dice que el conde Fernán González, legendario fundador del Reino de Castilla, perseguía a un jabalí cuando se topó con un ermitaño que le vaticinó la expulsión de los musulmanes de aquellas tierras. En reconocimiento, Fernán González habría levantado el monasterio. Más allá de la leyenda, lo cierto es que sobre el espigón rocoso, al otro lado del río, puede verse una ermita dedicada a San Pelayo mientras se escucha el murmullo del agua que circula junto a estas espléndidas ruinas cubiertas de musgo. Hay restos románicos de una iglesia-fortaleza, la estructura casi íntegra de un palacio barroco adosado a ella, el portón y el pozo, todo abandonado tras la desamortización que vació los conventos y monasterios en la primera mitad del siglo XIX. Chopos alineados y encinas enrojecidas iluminan un paisaje austero con las crestas de la sierra en el horizonte.
Más allá de este punto, sobre un cerro desde el que ya se abre el valle preparado para la siembra, se encuentra la iglesia visigótica de Quintanilla de las Viñas. Es pequeña, encantadora, construida con grandes sillares de piedra, de una simplicidad arquitectónica que contrasta con la finura de los relieves tallados en la cabecera: flores, pájaros, viñas, grecas, letras y anagramas de enigmática interpretación en el exterior y en el oscuro interior, grabados del Sol y la Luna, símbolos ancestrales de la vida, el tiempo, la luz y las cosechas.
Para llegar a este templo hay que pasar por pueblos mínimos, con iglesias que conservan restos de un románico muy primitivo y nombres como Mambrilla de Lara o Campolara. En un altozano frente a la iglesia visigótica se ven las ruinas del castillo medieval de Lara, la familia que inspiró romances y leyendas truculentas.
La carretera N-234 –que sigue más o menos el curso del Arlanza– va a dar a Salas de los Infantes y Hacinas. Desde aquí a Silos el camino se retuerce entre paredes rocosas a las que se agarran los pinos. Una garganta que en La Yecla, más allá de Silos, se convierte en un desfiladero húmedo y oscuro, de un metro de anchura, con una pasarela que permite vivir de cerca el espectáculo del abismo y las alturas. Hay que sujetarse a la barandilla y levantar la vista hacia los riscos donde sobrevuelan las águilas que anidan entre las grietas.
Desde la publicación, hace unos cuantos años, de los discos con los cantos gregorianos de los monjes de Silos, las visitas al monasterio se han multiplicado; al reclamo del ‘best seller’ acuden turistas de todas partes del mundo y los políticos se hacen la foto junto al ciprés del claustro al que dedicó un conocido poema Gerardo Diego. Cualquier viajero puede asistir en directo a las misas cantadas a las nueve de la mañana entre semana, a la una de la tarde los sábados o a mediodía los domingos y festivos. Pero, aparte de la música, es recomendable entretenerse en los capiteles del claustro románico donde, como en un documental, van pasando las representaciones realistas y fantásticas producidas por los artistas medievales. Personajes bíblicos, animales mitológicos, arpías con cabeza de mujer y cuerpo de ave, flores y guirnaldas, monstruos y escenas eróticas. Se han querido ver todas las influencias –desde la iconografía cristiana primitiva a la visigótica, la musulmana o la persa– en estos relieves que, más que una función ornamental, tienen el sentido de un relato moral destinado a impresionar, aterrorizar y adoctrinar a un pueblo iletrado que buscaba cobijo en las iglesias y monasterios. Una curiosidad más son los dibujos, cerca de setecientos, del artesonado mudéjar del siglo XIV en el que pueden verse escenas de toros y toreros. Y también la botica que guarda el instrumental usado antiguamente por los monjes para elaborar pócimas curativas con las hierbas aromáticas que crecen en el entorno del monasterio, y la estupenda colección de tarros de cerámica de Talavera con los nombres de los diferentes preparados.
En Covarrubias, el Arlanza vuelve al encuentro con el viajero. Los puentes sobre el río y el paseo que lo bordea junto a la muralla, entre el torreón de Doña Urraca y la Colegiata, son lugares solitarios que marcan la frontera entre el casco medieval y el campo. Las calles conservan su trazado antiguo y van a dar a plazas como la del Obispo Peña, la de Doña Urraca o la de Doña Sancha, rodeadas de los edificios más nobles; las casas de adobe con entramado de madera se asientan sobre porches muy rudimentarios con columnas también de madera. En Covarrubias topamos con otra leyenda, según la cual Doña Urraca, hija del conde García Fernández, murió emparedada entre los muros imponentes del torreón que lleva su nombre. En la vecina Colegiata, una preciosa construcción del siglo XV, los sepulcros de Fernán González y su esposa, Doña Sancha, son hoy una pieza de arte más que contemplar junto con el magnífico retablo barroco, las pinturas realizadas por artistas castellanos como Alonso de Sedano y Pedro Berruguete o el Tríptico de los Reyes Magos, obra cumbre de la escultura española del siglo XV.
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